¿¿En manos de quién estamos??


Los lectores y los escritores, quiero decir.

En el año 2007 se dio a conocer la noticia protagonizada por un británico aspirante-a-escritor llamado David Lassman, quien, defraudado por no llegar a hacerse un hueco en el panorama editorial con su primer libro, se propuso desenmascarar a quienes manejan la especulación editorial en su país, presentando firmadas con el seudónimo Alison Laydee (*) a 18 editoriales nada menos los primeros capítulos de La abadía de Northanger, Persuasión y Orgullo y prejuicio; eso sí, cambiando los títulos y los nombres de los personajes de estas célebres novelas de Jane Austen.




Se desconoce si los responsables de seleccionar originales en esas industrias papeleras llegaron a leer los textos; en caso de hacerlo, los responsables de lectura de originales, esos dominadores de los clásicos universales de todos los tiempos, no reconocieron la identidad de las obras y de su autora. El caso es que, tras las implacables sentencias de estos inmortales jueces, quince de las dieciocho editoriales rechazaron la publicación sin advertir el ardid.

Por ejemplo, la agencia The Blake Friedmann le contestó asegurándole que después de que varios evaluadores de la editorial se leyeran los capítulos, habían determinado de forma conjunta que ni el estilo ni el contenido les aportaba confianza suficiente como para apoyar su publicación. La editorial Penguin, que ha publicado varias reediciones de Orgullo y prejuicio, describía la versión de la imaginaria Laydee como una obra «original y de interesante lectura», aunque no adecuada a sus intereses. Lo mismo que le contestó la agencia Curtis Brown. Y así hasta quince.

En el extremo débil de la balanza se situó la editorial Jonathan Cape, cuyo editor adjunto, Alex Bowler, sugirió al escritor que se leyera la obra original de Austen. Eso sí, Liz Foley, directora editorial de Random House, propietaria de Jonathan Cape, precisó, a modo de descargo, que Orgullo y prejuicio también fue rechazada cuando Austen la envió por primera vez en 1797 a una editora y no fue publicada hasta 16 años después. Corporativismo a través de los siglos. Reconfortante.

En plena selección de manuscritos.

Entiendo que la noticia no trascendiera entre el común de los mortales, sobre todo en nuestro país, entre cuyos nativos abundan los aficionados a los renglones torcidos (nos pone lo teosófico). Pero, lo verdaderamente significativo es que ni siquiera escandalice en el mundo del libro, donde el suceso se comentó en clave de simpática anécdota.

¿Es que no nos lo creemos? ¿O es que ya lo sabíamos todos? Y si lo sabemos, ¿a qué estamos jugando? ¿Cómo se llama el nombre del juego? Sería bueno conocerlo; para iniciarse, pongamos por caso. Y todas esas entrevistas a los gurús de la edición industrial papelera (pongan ustedes los nombres), en las que nos cuentan épicas historias para no dormir sobre el titánico esfuerzo que recae sobre sus hombros, sobre la prodigiosa combinación de esfuerzo e intuición que les llevan a descubrir las grandes figuras literarias, ¿podemos considerarlas como lecturas para el baño, con opción al reciclaje orgánico de su formato? En tal caso, sería un detalle que las publicaran con celulosa más fina y de, al menos, doble capa.

Envidioso y resentido que es uno, oiga. Qué le vamos a hacer. 

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(*) Jean Austen firmaba como A. Lady al principio de su carrera.