Salgo yo en todas

Me contó un amigo que otro amigo suyo había elaborado una cuidada presentación de fotografías, un montaje en forma de vídeo, para regalársela a su hermana y cuñado. Éstos habían organizado semanas atrás una fiesta con familias y allegados para celebrar sus diez años de constante y venturoso matrimonio; pero, excepto la suya, una a una habían ido fallando (por las baterías en algunos casos, y por la torpeza de sus dueños en otros) las sofisticadas cámaras y videocámaras llevadas por los asistentes para inmortalizar la celebración.

Antes de entregarla a sus destinatarios, el amigo de mi amigo se la mostró a su esposa, quien, aun cuando no había terminado la presentación y emitido un bondadoso veredicto, hizo notar lo obvio.

Pero... Estoy en todas. Salgo yo en todas...

Y debía de ser cierto: ahí estaba ella, en todas las fotos, salvo en algunas, dos o tres de entre varias docenas, dedicadas sólo a los homenajeados. Algo de lo que él no se había dado la menor cuenta. De manera inconsciente, sin premeditarlo, su objetivo había encuadrado una y otra vez, sola o en compañía, de cuerpo entero o en primer plano, a su razón de ser.

Cuando me lo contó, recordé de inmediato la secuencia de una de esas películas que sacan lo peor de los críticos y lo mejor de los espectadores, en la que una (supuestamente) obvia enemistad no era sino la manifestación de un amor invencible y desesperanzado. En este caso, el ostinato de imágenes era deliberado, pero los motivos no parecían divergir.




También recordé aquellos años en que, con la desfachatez de la adolescencia, iba por el mundo con pose de poeta simbolista maldito (que no maldito poeta simbolista, pues la propiedad conmutativa sólo sirve para los números, no para las palabras), proclamando que la vida imita al arte y es, por decirlo así, el espejo, en tanto que el arte es la realidad, según distinguió Oscar Wilde. Y lo recordé para comprobar lo que venía sospechando desde que abandoné aquella desequilibrada edad: que la genial boutade de Wilde no pasaba de ser una boutade genial.

¿Qué se puede esperar después de veintidós años y cinco meses repitiendo una primera cita perpetua? Esta vida que intentamos dominar cuando apenas la entendemos, que intentamos razonar cuando ni siquiera tenemos la certeza de que no es un sueño propio o ajeno, ¿puede ser tan sólo un espejo?