El ladrón bueno


El piratilla, con sus seis años recién cumplidos, comienza a tener ideas bien elaboradas.

―Papá, ya he decidido lo que voy a ser de mayor.
―¿Ah, sí? Eso está muy bien ―apoya el padre―. Dime, ¿qué es lo que has decidido?
―Voy a ser ladrón.




―¿Cómo? ¿Ladrón?
―Sí, un ladrón. Voy a ser un ladrón, pero bueno.
―Un ladrón bueno.
―Sí, eso.
―Ya. ¿Tú crees que lo has pensado bien? Suele tener sus inconvenientes, como...
―Sí, lo he pensado bien. Un ladrón bueno ―insiste el infante recalcando las tres palabras.
―Bien, bien. Entonces serás un ladrón de guante blanco. Así es como se llama a los ladrones que son buenos y hasta resultan simpáticos a los demás.
―Ladrón de guante blanco ―repite el pequeño con cierta complacencia y una sonrisa de satisfacción en sus ubicuos ojos grises. Da media vuelta y se va: la lista de fechorías pendientes no ha decrecido en el día de hoy, aun con la inestimable ayuda de su hermano pequeño, y hay que ir dándole salida.


El papá se ve cada vez menos desconcertado ante esas demostraciones de hemisferio derecho dominante (pero derecho, de extremo derecho). Y como quiera que el piratilla empieza a tenérselas con el alfabeto y sus innumerables combinaciones, piensa que es hora de desempolvar su colección de aventuras de Arsenio Lupin.

Y lo hará pronto. Lo hará con la noble intención de que el piratilla empiece a familiarizarse con los modales caballerescos, indistintamente del grado de cumplimiento del Código Penal; con el legítimo deseo de que algún día les saque a sus progenitores de la pobreza; y lo hará también con la esperanza amorosa de que apure las mismas horas de felicidad lectora, felicidad plena, que él disfrutó en un pasado no muy lejano.