El niño que juega con las palabras no necesita buscarlas más que en su interior, en la vigilia de los sueños ubicuos.
Las moldea y las parte para extraer muchas de una sola y todas distintas.
Le gusta sentir, manosear la textura de sus formas, recibir las caricias que él mismo quiere otorgar.
Recoge puñados y puñados, las amontona, las convierte en sonoros volcanes escritos, precipicios horadados con el magma de su risa.
Y luego las lanza al aire para atrapar una u otra caprichosamente, para soplarlas con su eco interior y perseguirlas como pompas de jabón.
Hasta que las palabras, extenuadas, se transfiguran y esconden en su madre música.
El niño, hipnotizado por el arrullo del compás y las luces de la única infinita melodía, abandona ese arcano al calor de los colores del sueño.
Y las palabras de la nana susurrada sien a sien le llevan a un infinito campo de juegos, tan irreal como su propia vida.
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Besicos muchos.